Trabajo en un lugar sin nombre, repleto de gente sin nombre que camina por los pasillos con la mirada ausente y arrastra consigo tantas pero tantas frustraciones, miedos y dudas, que casi no pueden caminar. Llegan a las 6 en punto y fichan. Se sientan en su escritorio, ese que le designaron hace años y que no han cambiado y que creen suyo, ese, que se ha convertido en su pequeño mundo, aislados. Se sientan frente a la computadora y levantan la vista de vez en cuando, solo para asegurarse de que ninguno de sus compañeros de trabajo esté haciendo algo que pueda molestarlos. Cuanto más tiempo llevan trabajado allí más es la oscuridad que los embarga, oculta tras un manto de risas falsas pero evidente en las esquivas miradas y los comentarios sarcásticos, único modo que tienen de canalizar su envidia y su ambición frustrada. El nuevo siempre cargará por un tiempo sobre su espalda ojos y susurros, quizás pequeñas maldades, él sufrirá, pero no por mucho tiempo porque pronto será uno de ellos.
Alguien prepara el mate y el resto lo festeja, luego dirán que es lo único que hace; alguien se ofrece a ayudar porque ha terminado su parte del trabajo, aceptan contentos la oferta con adulaciones por su rapidez, después dirán que quiere que todos crean que es el mejor; alguien propone una nueva forma de realizar el trabajo, todos lo miran en silencio, no fue necesario decirle nada, entendió que las cosas son como son cuando uno llega y lo nuevo no es bien aceptado. Al final de la jornada, mientras se van preparando para irse, algunos charlan, y mientras se saludan y se despiden, hablan de lo bello que es trabajar entre ellos, "así en equipo las cosas se hacen mejor" dice uno, pensando en cómo lograr fastidiar el trabajo del otro mañana.
Aquí les traigo este pequeño cuento que al leerlo por primera vez no dudé en llevarlo a mi trabajo, reunirlos a todos y leerselos, a todos les encantó, obviamente, pero todos sabemos lo que estaban pensando.
Asamblea en la carpintería
Hubo en la carpintería una extraña asamblea;
las herramientas se reunieron para arreglar sus
diferencias. El martillo fue el primero en ejercer
la presidencia, pero la asamblea le notificó
que debía renunciar. ¿La causa? Hacía demasiado
ruido, y se pasaba el tiempo golpeando.
El martillo reconoció su culpa, pero pidió
que fuera expulsado el tornillo: había que darle
muchas vueltas para que sirviera de algo.
El tornillo aceptó su retiro, pero a su vez pidió
la expulsión de la lija: era muy áspera en su
trato y siempre tenía fricciones con los demás.
La lija estuvo de acuerdo, con la condición
de que fuera expulsado el metro, pues se la
pasaba midiendo a los demás, como si el fuera
perfecto.
En eso entró el carpintero, se puso el delantal
e inició su trabajo, utilizando alternativamente
el martillo, la lija, el metro y el tornillo
Al final, el trozo de madera se había
convertido en un lindo mueble.
Cuando la carpintería quedó sola otra vez, la
asamblea reanudó la deliberación. Dijo el
serrucho: “Señores, ha quedado demostrado
que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja
con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace
valiosos. Así que no pensemos ya en nuestras
flaquezas, y concentrémonos en nuestras
virtudes”. La asamblea encontró entonces que
el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba
solidez, la lija limaba asperezas y el metro era
preciso y exacto. Se sintieron como un equipo
capaz de producir hermosos muebles, y sus diferencias
pasaron a segundo plano.
Cuando el personal de un equipo de trabajo
suele buscar defectos en los demás, la situación se
vuelve tensa y negativa. En cambio, al tratar
con sinceridad de percibir los puntos fuertes de
los demás, florecen los mejores logros. Es fácil
encontrar defectos —cualquier necio puede
hacerlo—, pero encontrar cualidades es una
labor para los espíritus superiores que son
capaces de inspirar el éxito de los demás.
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